
Su perfume le volvía loco, podría reconocerla por su aroma aunque perdiese la vista. Era, sin duda, su seña de identidad que pocos conocían, sólo unos pocos privilegiados.
Ahora él teme pasar por una perfumería por miedo a perder la razón, por miedo a que entre todas las fragancias que enrarecen el aire de esos establecimientos la encuentre a ella, flotando, convertida en moléculas de almizcle y vetiver, dispuesta a pasearse ante él, indiferente, como una desconocida.
Por su parte, ella cada mañana se perfuma levemente, como a él le gustaba, con la intención de que la encontrase de nuevo, como si el aroma fuese a sustituir a las palabras, en algún encuentro casual de los que se ven todos los días en las películas, pero que nunca ves en tu vida diaria.
Ambos se desean, ambos se echan de menos, no pueden si no hacerse notar con pequeños detalles que sólo ellos conocen, con la esperanza de reencontrarse y no perderse nunca más. Los dos sueñan con ser eternos juntos, vivir sus sueños, y, sobre todo, seguir soñando.